Río Suquia Paseos Educativos te invita a conocer la Reserva:

El presente trabajo es fruto de una larga tarea de búsqueda, recopilación y selección de los artículos temáticos más relevantes sobre el Cerro Colorado y las pinturas rupestres en general. Asimismo, he privilegiado aquellos que son de una lectura clara y didáctica.
Tengo como objetivo que este trabajo sirva como referencia para conocer más a fondo esta Reserva Cultural Natural ubicada en la Provincia de Córdoba (Argentina), además de servir de material de apoyo a los estudiantes que la visitan año a año.
Durante 28 años de actividad como profesional en turismo he tenido la dicha de acompañar y guiar a centenares de alumnos por esta reserva, y un fuerte lazo de cariño se ha formado con esta tierra. Que sea entonces este blog una forma respetuosa de agradecer y valorar al cerro y su gente.
Eduardo Marconetto

Comechingones en Córdoba...




Las primeras ciudades cordobesas:

Si bien los comechingones habitaron algunas cuevas y aleros, fundamentalmente lo hicieron en las llamadas “casas-pozo”, amplias habitaciones de forma cuadrangular o rectangular, cavadas en la tierra. Estos pozos (aproximadamente de un metro y medio de profundidad) hacían la parte inferior de la pared, que se continuaba ya en superficie con el techo de ramas y paja. Eran muy amplias y se piensa que fueron “comunales” (habitadas por 4 o 5 familias cada una).

Las aldeas habrían tenido entre 10 y 30 casas-pozo, dispuestas en semicírculo, alrededor de un patio comunitario. Cada aldea podría considerarse una tribu, con un cacique como guía. Pero formaban parte de una organización mayor que contaba con un líder principal. Esta organización, común a la de los sanavirones, era similar a la de los pueblos influidos por los Incas.La aldea era el “ayllu”, grupo básico de familias con lazos sanguíneos.

Sus tierras de trabajaban comunitariamente, y cada poblado estaba a muy corta distancia de los otros: “...a no más de una legua y muchas a la vista de las otras...”, nos dice Don Jerónimo Luis de Cabrera. Además, cada uno tenía 40, 50 o 60 matrimonios –250 personas-, aunque los había de hasta 1000 personas.Con piedras fabricaron puntas de flecha, hachas, conanas, y morteros para moler maíz. Con huesos y conchas realizaron collares, adornos para vestimentas y diversos utensillos. Conocieron el hilado de lana de llama, con el que tejieron camisetas y mantas (prendas que teñían de vistosos colores) y usaron vinchas y tocados de plumas. También utilizaron la cerámica, decorándola con guardas geométricas incisas.

Comechingones (Juan V Diaz – La Voz del Interior)

Había una vez... hace cientos de años, cerca del confín austral de un continente aún no descubierto de modo oficial, un vasto territorio mediterráneo poblado de serranías de redondas cimas, las sierras de Viaraba y Charaba, que en cordones paralelos, como dos brazos abiertos, abrazaban al paisaje y se desvanecían hacia el naciente y el sur, para sumergir su orografía en un horizonte semiárido de bosques xerófilos arriba, y en la infinitud abierta de los pajonales de la pampa, más abajo.

Al sur de un espejismo vivo de extensas planicies salinas, la geografía era de valles azules y luminosos, de altipampas solares y ventisqueros, de húmedas quebradas de mármol, morada del cóndor majestuoso, y del otear en vuelo de las águilas; del monte espinal y lunas mágicas.

Imperio de algarrobos y quebrachos, de mistoles, talas, tuscas y piquillines; del granito milenario, del cuarzo invulnerable y del brillo de la mica; vergel de ríos transparentes, de arroyos cantarinos y cascadas que, como tules, descolgaban sus briznas desde lo alto de las rocas, por entre el verde del musgo y los helechos; de aguadas, ciénagas y minerales vertientes cristalinas; madriguera espaciosa del puma solitario, del temible gato de los montes y del suri veloz.

Y en las mesetas escarpadas, un rastro de pezuñas senderiles, del guanaco, la llama y la vicuña; cósmica tridimensión del aire diáfano y templado; acústico recinto de la afinada vocinglería de los pájaros, que llenaban de color y cantos vivos el apacible amanecer y los ocasos; aroma dulce de la yerba buena; plenitud de la tierra madre, como un regazo montaraz de greda generosa, y de la pureza del cielo topacino...

Era el dominio secular de unos hombres barbados que cantaban y rogaban al Sol universal, que cubrían la mitad de su mediana estatura con vestiduras de lana y habitaban unas casas de pircas, enterrada gran parte de su alzada al reparo de pencas y tunales... Era aquel el país de los comechingones, en la protohistoria de una provincia que otros hombres, después, llamarían Córdoba...

Ni la arqueología ni la antropología han descubierto aquí la monumentalidad de otras culturas de avanzada; ni nutridos yacimientos. Una alfarería escasa y pobre, cuyas muestras no han trascendido más allá de unos toscos cántaros de barro mal cocido, alguna que otra funeraria, estatuillas rudimentarias y amorfas o unas piedras trabajadas como puntas de flecha, evidencian en este sentido la estrechez del arte manual comechingón.

Solo las pinturas rupestres, las pictografías sugieren otra dimensión de sus manifestaciones expresivas, de su relación con el conocimiento, de su trascendencia cultural, por la abundancia de símbolos no descifrados o de interpretaciones subjetivas.

Los rastros de la cultura Ayampitín en los estratos más antiguos de Punilla, en Ongamira o en paso de Las Trancas (Calamuchita), revelan que en distintos tiempos una de las actividades más desarrolladas de los habitantes de este suelo fue la cacería y la recolección; pero la evolución trajo consigo el labrantío y el arte del riego, que copiaron quizás a los diaguitas o por una lejana referencia a la civilización incaica, aunque es mucho más probable que ello haya sido obra de la penetración sanavirona.

Y el cultivar impuso el sedentarismo, un elemental orden social y un régimen temporario de cosechas. Entonces su sustento, además de los animales de la tierra, fueron los frutos de su labranza: el maíz, el poroto, el zapallo, que afianzaron, además, la necesaria ligazón con el lugar

“Adoradores del Sol”: Comechingones, habitantes “de la región” o “de las cuevas”, es el nombre que oficializaron los españoles, tal como lo definían los indios de otras regiones, pero no se sabe cómo se denominaban entre ellos. Solo se conoce que se llamaban según el lugar de su asentamiento: chimes al norte del Valle de Punilla, camineguas en las faldas orientales; aoletas en Calamuchita, aunque una denominación general los denominó camiares.

Por sus hábitos, pertenecían a dos grupos sociales distinguidos también por sus lenguas más importantes: henia y camiare (que a la llegada de los españoles estaba sufriendo la enorme presión del lenguaje “sacat” sanavirón. Los primeros eran los pobladores de la Sierra de Charava (Grandes), que por su dedicación a la caza recorrían los valles y las pampas de lo alto, en cuyos solares tenían sus paraderos temporales y sus refugios naturales en las hendiduras de los cerros.

Los segundos vivían en las faldas orientales de las sierras de Viarava (Chicas) y fueron los labradores y los recolectores de la algarroba (vainas) por lo que también se conocieron como algarroberos. Con ese fruto que machacaban y molían en morteros de piedra (conanas), elaboraban el patay, el alimento ofrecido por una flora generosa, y también la aloja, o del mismo modo la chicha de maíz, las bebidas liberadoras de la euforia en las celebraciones de las fiestas del solsticio. Previsores, en las pirwas (camas) almacenaban las cosechas de un año para otro, al resguardo de la humedad y de los depredadores.

De esta forma de vida hablan las crónicas de sus conquistadores, como el sacerdote jesuita Alonso de Barzana: “... el modo de vivir de todas estas naciones es el de ser labradores. Sus ordinarias comidas son el maíz , lo cual siempre labran con mucha abundancia; también se sustentan de grandísima suma de algarroba, la cual cogen por los campos todos los años al tiempo que madura y hacen dellas grandes depósitos; y cuando no llueve para coger maíz, o el río no sale de madre para poder regar la tierra, pasan sus necesidades con esta algarroba...”

La cohesión social de los comechingones reconocía en el parentesco una de las causas principales de esa unidad; ese era el nudo de su espíritu fraterno, lo que hizo más trágico su holocausto cuando de modo cruel las encomiendas dividieron a las familias y derramaron sobre ellos la sombra fatal de la extinción.

Por falta de elementos que hablen de riquezas propias (quizá de oírlo de otras naciones, repitieron la leyenda de la Trapalanda y la Ciudad de Los Césares y de sus relumbrones de oro y plata para desviar la atención de los conquistadores), se ha especulado con el tesoro de su espíritu, con su relación trascendente con el espacio cósmico, y su comunión con el Sol.

Gran padre de todas las civilizaciones de América, el astro rey tuvo de los comechingones, al decir de algunos estudiosos, una veneración que rozaba lo metafísico, un trance que a veces se procuraban con la aspiración del cebil cuando en sus oficiosas ceremonias, con sus rezos invocadores, sus cánticos corales o sus bailes de sudoración, rogaban al benefactor de la caza y las cosechas, al protector de las llamas y los guanacos y del espíritu en el más allá, ostentando sus adornos de tocas emplumadas, sus collares de piedritas de colores o sus rostros maquillados por mitades en rojo y negro con pinturas de la tierra. Al conjuro de sus musicales mantras y el monocorde ritmo de sus rogativas, tomados de la mano adoraban al Sol.

No tenían dioses de la guerra, pues a pesar de que algún cronista los tratara de “gente belicosa”, no fueron grandes guerreros, apenas lo necesario como para ensayar una resistencia, que se mostró estéril, primero con los sanavirones, que los presionaron desde el este; y después con los españoles, que los sometieron, los esclavizaron en las infernales encomiendas y en medio siglo de conquista los hicieron desaparecer. (A diferencia de otras comunidades, Córdoba no guarda ni una gota de sangre de los antiguos habitantes de su territorio)

La riqueza del pincel:

Fue su acervo pictórico lo que distinguió a este pueblo de otros en el país y en América. Los símbolos, las ideas, los cuadros de la realidad que los comechingones dejaron en los Cerros Colorado y La Quebrada, en el departamento Río Seco; en los Cerros Veladero y Bola (Sobremonte), en la Casa de Piedra (Tulumba); en Guasapampa, Las Playas, Ampisa y Piedra Pintada (Minas), en Agua de La Pilona y Arroyo Luapampa (Cruz del Eje), en Cuchi Corral y Piedra Labrada (Punilla), en Los Cóndores (Calamuchita), en Achiras (Río Cuarto), en Ongamira, en Inti-Huasi, en numerosas grutas, cavernas y aleros de roca dispersos por el territorio cordobés, testimonian una riqueza artística incomparable.

El fin vino de lejos: El país de los comechingones no ostentaba el fasto que tuvieron culturas más elevadas, ni los monumentales templos de oro y plata, ni siquiera de estaño; solo la inmensa riqueza del paisaje, del aire puro y del cielo cristalino. Solo el inmenso tesoro de un gran hábitat manso y generoso, de apacible geografía y clima benefactor, metáfora preciosa de lo que debe ser el paraíso.

El 24 de Junio de 1573, al denominar San Juan al milenario Río Suquía de los comechingones, Jerónimo Luis de Cabrera descubrió en la última hondonada de este punto cardinal de un paisaje de maravillas el valor de un nudo estratégico de la irreversible geopolítica de la conquista. Alucinados por el asombro, los comechingones no pudieron comprender que este ser extraño que llegaba desde el norte, con su designio de Dios o de Demonio, había puesto a andar, ese día, el calendario regresivo de sus días.